sábado, 17 de octubre de 2009

Haciendo cola pa´ MAMAR


MARTIN CAPARROS

Es duro haber sido maradona. A todos nos sucede: lo hemos sido. Durante muchos años, la escena se repitió en los lugares más variados, con interlocutores tan distintos, con los acentos más diversos:

–Where are you from?

Me preguntaron tantas veces y, cuando les contestaba que argentino, se quedaban mirándome. En Asia y África y Oceanía –por ejemplo– la Argentina existe muy poquito y mi respuesta provocaba, la mitad de las veces, una sola respuesta: ajá. O sea: la lógica ignorancia. Para la otra mitad –para los que sabían– el remate se repetía invariable:

–Ah, argentino… ¡Maradona!

Era impresionante: no se me ocurre ningún otro caso de país tan uniformemente sintetizado, definido por la figura de un señor. El vocabulario global pronuncia muy pocas palabras argentinas: tango ya tiene casi un siglo y después, además de maradona, la única voz que le dimos al mundo es el neologismo desaparecido. El jugador Maradona apareció en el momento justo en que la televisión empezaba a llevar el fútbol a los confines más lejanos: miles de millones de chinos, rusos, indios, africanos que nunca oyeron hablar del gaucho, de Evita, de Gardel, y que no relacionan a Guevara con el país donde nació, han visto a Maradona cacheteando pelotas –y es lo que saben de nosotros. “Alguna vez terminaremos de aceptar”, escribí hace unos años, “que para dos o tres mil millones de personas la Argentina y los argentinos –todos los argentinos, las vacas, las montañas, los presidentes, los violadores fugitivos, el novio de tu hermana, aquel triciclo, los inmigrantes bajando de los barcos, el cielo de humahuaca, el peronismo, la esquina de carabobo y cucha cucha, la marcha de san lorenzo, tu futuro, los ovejeros belgas y hojitas y sánguches de miga, las pastillas refresco, tlön uqbar orbis tertius, este papel manchado– no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del Gran Diez. El mundo está lleno de personas que nunca oyeron hablar de la Argentina pero sí de Maradona; el mundo está lleno de otras personas que sólo oyeron hablar de la Argentina porque oyeron hablar de Maradona. En el mundo –para todos los que no son vecinos o europeos con parientes o tercermundistas más o menos cultos–, la Argentina somos él. Digo: para miles de millones de personas somos él. Es un destino. Supongo que podría ser mejor. Y podría ser, también, mucho peor. Era un modelo complicado: peleador, simpático, quejoso, drogón, desaforado, ingenioso, creído, ilimitado, machista, popular, oportunista, cálido, cursi, inteligente. Fue difícil adaptarse a la idea de que los argentinos éramos eso, pero hicimos todo lo que pudimos”, decía, y entonces era cierto. Ahora menos: este año, por ejemplo, en varios países africanos, la escena se terminó distinto:

–Ah, Argentina. Yes, sure, Messi, Messi.

Es todo un cambio de cultura. Y debe ser difícil. A mí, sin ir más lejos, me indignaba un poco: no, yo no soy Messi, Argentina no es Messi. Es duro ya no ser maradona; me imagino lo difícil que debe ser para un tal Diego Armando.

Es duro para todos: nos habíamos acostumbrado, y nos gustaba. Durante muchos años fuimos él porque éramos rehenes de su belleza. Lo que hacía Maradona en una cancha de fútbol era tan desmedido, tan inesperado, tan extraordinario que era normal que lo que hiciera afuera lo fuera también –y que lo aceptáramos o celebráramos como pequeñas partes de un gran todo. Fue un artista notable –alguien que hace distinto lo que muchos hacen parecido– y ya hace más de un siglo que nuestras sociedades aceptan que los artistas tienen ciertos privilegios o, por lo menos, que sus actos no deben ser medidos con la vara general: si crean hechos o gestos que exceden los límites de lo pensado, ¿por qué tendrían que mantener sus vidas dentro de esos límites? Maradona se acostumbró a ese criterio, y lo sigue empleando. El problema es que ya hace muchos años que Maradona dejó de ser un artista.

Ahora el señor Maradona es un trabajador mediocre al que le salen las cosas más o menos mal, una nota hecha de información errónea y temblores sintácticos, una foto movida subexpuesta, un bife que llega a la mesa hecho una suela. Digo: un señor que en un año no ha conseguido armar un equipo que juegue a algo –que por eso le pagan. Un señor que supo poner incómodos a todos los demás con sus gestos y actos y que, desde que tomó este trabajo, vaciló y falló como muy pocos. Un señor que consiguió que ya nadie le crea: que dice que está pensando renunciar y a los dos días pregunta de dónde sacaron que está pensando renunciar. O, mucho peor, un señor que consiguió que ya no le crean ni sus subordinados: que busca a un jugador, le dice que es el mejor de todos y que lo va a tener siempre en su equipo y a las dos semanas lo desdeña. O sea, un señor que no sabe lo que hace: que busca a alguien y días después se da cuenta de que se había equivocado. Un señor que lleva un año sin poder ir a su lugar más aficionado –la cancha de Boca– por miedo a que miles de personas lo puteen: hablemos de fracasos.

(Y encima el morbo: si yo fuera un autor de thrillers malos –películas de verano americano cerca de un lago con rubia tetona y morocha tetona y asesino cosido de costurones verdes– me divertiría como un perro armando una historia en que el viejo maestro en decadencia –digamos, un director de orquesta, que siempre queda un poco misterioso– se ve, por esas ironías del destino, obligado a ser el que ayude a su sucesor a terminar de hundirlo en el pasado: el que le ponga el último clavo a su cajón. Y contaría cómo, por una serie de razones, el viejo maestro no puede negarse a su función –que, en un punto, incluso lo atrae: dejar un heredero es, al mismo tiempo, saber que uno se ha terminado y que no todo se termina con uno– y trata de cumplirla pero algo más fuerte que él lo lleva a desviarse, a ponerle al heredero obstáculos cada vez más visibles, a proponerle instrumentos defectuosos, partituras que no le convienen hasta que, al fin, aquella noche de tormenta, termina empujándolo por el acantilado porque no puede con su naturaleza y no soporta la idea de volverse historia.)

Es duro ya no ser maradona. Nos pasa a todos: ya no somos porque él ya no es. Si es duro para todos, me imagino lo difícil que debe ser para un tal Diego. Pero él, el señor Diego Armando Maradona, a quien esto le pasa en grado sumo, tanto más que a cualquiera de nosotros, eligió pensar que a él no le pasa sino que que hay unos hijos de puta que dicen que le pasa: los periodistas, muy en particular, y millones de argentinos más en general. La culpa es del relato, dice. Cuando era un artista no necesitaba explicarnos que lo que hacía era lo que era, porque se veía; ahora trata de explicarnos que lo que hace no es lo que es, pero se ve. Lo vemos: vemos el espanto futbolístico de su equipo. No precisamos que nadie nos lo cuente ni lo pensamos porque nos lo cuenten; lo vemos, como lo veíamos –si no éramos tontos entonces, no lo somos ahora. Pero el señor Diego dice que es puro cuento y por eso mandó a los que lo cuentan y a los demás que lo critican –a todos nosotros– a chupársela o, incluso, mamársela. Yo creo, señor Diego, que si usted lo dice sabe por qué lo dice, y sólo quiero pedirle que se haga cargo de sus palabras. Nos pidió –nos ordenó– que se la chupáramos; aquí estamos, dispuestos a tomar sus órdenes como deseos o algo así. Sólo queda que usted fije día y hora, un lugar más o menos discreto –dentro de lo que cabe–, y varios millones nos pondremos en cola para ejercer, de uno en fondo, esa succión que usted comanda. Quizá nos lleve días o semanas: valdrá la pena complacerlo. Será nuestro último homenaje, por los buenos viejos tiempos. Después, si sobrevive usted a tanto respeto –ya no creo que podamos considerarlo amor–, olvídenos, váyase por favor adonde pueda y permítanos recordarlo como era cuando era maradona.

Digo: no siga destruyendo su memoria.


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